domingo, 8 de mayo de 2011

LA FORMA DE LA FOTOGRAFIA

Ésta es una historia verdadera. Ésta es una verdadera historia, una historia digna de ser revelada.
En alguna parte —no recuerda dónde— Forma leyó que los miembros de cierta tribu de aborígenes evitaban por todos los medios pararse frente a una cámara fotográfica. Las fotografías robaban el alma, había pretextado el médico brujo de guardia, con incuestionable lógica aborigen.
Al poco tiempo, alguien le explicó —Forma no recuerda quién— que, en realidad, casi todos los aborígenes del mundo preferían evitar el contacto con una lente fría e implacable.
La razón —más allá de latitudes, culturas y color de piel— es siempre la misma:
las fotografías roban el alma. Las fotografías dejan al hombre vacío y sin razón de existir sobre la faz del planeta. Una foto no se consigue, una foto se SACA. Varias toneladas de sacerdotes intentaron convencer a varias toneladas de aborígenes.
Quemaron incienso y repartieron hostias y señalaron hacia arriba y hacia abajo. Las fotografías eran inofensivas. El alma no podía ser capturada por los simples mortales. El alma era patrimonio exclusivo de Dios, el Gran Fotógrafo Primordial que retrató al hombre a su imagen y semejanza.
A nadie se le ocurrió pensar, claro, que el concepto de alma de los aborígenes
podía llegar a ser diferente al concepto de alma de los sacerdotes. En su modesta opinión, Forma cree que los aborígenes son quienes manejan la idea correcta. Forma cree que las fotos son peligrosas. Y no cree ser el único que piensa así Las fotos son peligrosas porque atrapan un fragmento de la realidad —o un rostro, o un paisaje, o un gesto— y lo muestran como es, sin atenuantes, NEGATIVO y POSITIVO, después de todo.
No es casual que parte importante en la obtención de una foto se llame REVELADO. Lo que revela —se sabe— ilumina. Y de la iluminación al manejo del alma hay —apenas— uno o dos pasos, que se utilizan para lograr un mejor encuadre y disparar.
Hace poco más de 150 años, la fotografía disparó a quemarropa sobre la legión de pintores retratistas. Se quedaron, pobres, todos sin trabajo y con los pinceles secos. De improviso, a nadie le interesaba hacerse pintar un retrato, pasar largas horas frente a la afilada espalda de un caballete.
Se inauguró sin demora la idea de lo instantáneo.
La gente se preparaba para ir al estudio de un fotógrafo como si se tratara de una cita importante, un té con la posteridad. Hoy, en cambio, nada cuesta menos que sacarse los zapatos o hundirse en la espuma de una bañadera y sonreír a miles de lectores hipnotizados por esta novedosa variante del horror y el cinismo. La fotografía le robó el alma al arte posibilitando una nueva versión del fenómeno. Como resultaba imposible competir contra semejante monstruo, el arte cambió y comenzó a manejar conceptos abstractos.
El alma es un concepto abstracto. Eso dicen los que la vieron.
Quién sabe.
Forma está seguro de una cosa: las mejores fotografías son las que cuentan historias.
• La foto del Che Guevara muerto: Los ojos abiertos, la sonrisa última. El escritor John Berger la comparó —con justicia— a ciertos cuadros inolvidables: el Cristo Muerto, de Mantegna; La Lección de Anatomía, de Rembrandt. Toda la foto parece perfectamente consciente de que va a ser una foto famosa. Inexplicable de otro • modo es la perfecta ubicación de quienes allí aparecen, de quienes van a quedar fijados para siempre en esa foto: un hombre de uniforme levanta la cabeza del muerto para que la reconozcan las primeras planas del mundo; otro militar señala el orificio de entrada de la bala, como si se tratara de un lugar invadido en un mapa de piel y sangre. Hay tres balas más en algún lugar de ese cuerpo; no se ven en la foto pero fueron disparadas como fotografías por el sargento Mario Terán, la mañana del 9 de octubre de 1967. El fotógrafo cobró apenas setenta y cinco dólares por todo el asunto y hasta hace poco jamás había recibido crédito alguno por su trabajo. La agencia Reuter no vaciló en • confundir el nombre y elevar al editor Hal Moore a la categoría de responsable único de la imagen. El fotógrafo sargento recuerda que el cadáver del Che Guevara había sido ubicado sobre dos piletones en la lavandería de un dispensario de Valle grande. No pasa un día sin que alguien cubra de flores esos piletones, elevados hoy, tantos años después, a la categoría de santuario. “Tenía la impresión de estar fotografiando un Cristo. No parecía un cadáver. Era algo extraordinario. Tomé la foto con mucho cuidado, para mostrar así que no se trtaba de un muerto cualquiera”, recuerda el fotógrafo sargento.
• La foto de Bob Dylan regando el pasto de su jardín.
• La foto en la tapa de una novela llamada Walkman People. El rostro sonriente de un joven mirando a cámara, el detalle inquietante de una gota de sangre corriendo nariz abajo hasta bendecir el labio superior de una sonrisa blanca como la nieve y dura como la noche.
• La foto de “Las Babas del Diablo”. Las fotos de “Apocalipsis de Solentiname”.
Las fotos de Julio Cortázar en París. La foto de Julio Cortázar en Suiza, a los dos años (1916), la misma cara en todas las fotos a partir de entonces, hasta la última foto de Julio Cortázar.
• La foto que Cecil Beaton le sacó a Aldous Huxley. El escritor detrás de un lienzo casi transparente, asomándose por un tajo, mirando desde otro lado hacia aquí, con una tenue y casi ciega sonrisa en sus labios.
• La foto del Llanero Solitario. Del viejo Llanero Solitario fotografiado en su casa de Miami. Detrás del antifaz se encuentra —si se lo busca con cuidado y con dedicación— el actor Clayton Moore. Clayton Moore siempre se pone el antifaz para las fotos, actitud que supo despertar las iras de The Wrather Corp., dueña oficial de la marca y la máscara. Juicio. Clayton Moore pierde y se le prohibe vestirse de Llanero Solitario a partir de entonces. Seis años de apelaciones y tiroteos en los tribunales. Gana Clayton Moore. Foto de Clayton Moore vestido como Llanero Solitario en un condominio color pastel del estado de Florida.
• La foto de John Lennon firmándole un autógrafo a quien va a matarlo esa misma noche de Nueva York.
• La foto que un amigo paparazzi le contó a Forma que había sacado. La foto que Forma y el resto del mundo nunca han visto. Su amigo le dijo que esa foto era impublicable y que era —al mismo tiempo— su condena y su seguro para la vejez. Su amigo le dijo que no podía vendérsela a nadie por cuestiones legales; que tenía que esperar que vinieran a comprársela para —enseguida— destruir el negativo y conseguir así la inexistencia y la libertad de una foto que jamás debió ser capturada. Forma le preguntó de quién y cómo era la foto. Después de mucho insistir, su amigo decidió contárselo, previa recitación de un complejo mecanismo de juramentos. Su amigo le explicó cómo la había conseguido; cómo se había arriesgado en los filos de un acantilado; cómo había sentido el flash de la adrenalina en el instante mismo en que presionaba el disparador. Su amigo le dijo que el negativo dormía ahora el sueño de los injustos en la caja de seguridad de un banco. Le dijo de quién era esa foto y en qué situación se encontraba el fotografiado. “Ah”, dijo Forma, apenas disimulando un escalofrío. Y pidió otra cerveza, para él y su amigo, y cambiaron de tema y de foto.
• La paz en blanco y negro en las fotos de guerra de Robert Capa.
• Los muertos sobre el pavimento en las fotos de Weegee.
• Las fotos invisibles del funeral de algún paparazzi. A veces, algún paparazzi muere en acción. Lo pisa un auto, cae desde un balcón, es velado por un ataque cardíaco en el cuarto oscuro o frente al video de La Ventana Indiscreta. Sólo los paparazzi van al funeral de un paparazzi, las cámaras vacías en señal de respeto al caído. Nada más fácil de reconocer que el entierro de un paparazzi: nadie saca fotos en el funeral de un paparazzi.
• Las fotos de las novias en El Rosedal.
• La foto que sacó Walker Evans a la habitación donde entonces vivía y escribía John Cheever. El 633 de Hudson Street en el bajo Manhattan. Tres dólares a la semana, cuarto piso, año 1934. Los otros inquilinos eran marineros, trabajadores del puerto y prostitutas. Nunca comprendieron del todo a qué se dedicaba ese hombre de traje gris y • camisa azul. La única ventana daba a ninguna parte y Cheever se ganaba la vida resumiendo allí novelas para los guionistas de la MGM. La foto en sí es tan deprimente y vacía —y al mismo tiempo tan llena de posibilidades— como sólo puede serlo la prehistoria de un gran escritor. Años más tarde, en Iowa —cuenta Scott Donaldson en la • biografía que le dedicó—, Cheever desarrolló un programa que presentó con cierto nerviosismo a sus estudiantes durante su primera clase en el Workshop. Pidió a sus alumnos que, para empezar, llevaran un detallado diario de una semana de sus vidas: ropas, sueños, sentimientos y orgasmos. El segundo paso consistía en la escritura de un • cuento donde siete personas o paisajes diferentes, que aparentemente no tuvieran nada que ver entre sí, se encontraran profundamente unidos por amor a una trama imposible de esquivar. La tercera etapa —y ésta era su parte favorita— ordenaba redactar una carta de amor como si estuviera escrita en un cuarto de un edificio en llamas. Este ejercicio nunca falla, sostenía Cheever, mientras recordaba aquella habitación lejana en el tiempo y la distancia, aquella foto de aquella habitación.
• La foto de James Dean hundiéndose en la ciénaga de su sweater. Esa foto imitada hasta el hartazgo por jóvenes actores norteamericanos, hundiéndose en la lana para ascender a los cielos. Esa foto utilizada en varias campañas publicitarias. Esa foto que hoy es postal, y que Forma —por una cuestión o por otra— nunca se atrevió a mandar, hasta que sea tal vez demasiado tarde. Esa foto donde se descubren los ojos de aquel que ya se sabe condenado a convertirse en poster y marca registrada. (Publicitarios y editores han descubierto que hay tres personas muertas cuyas fotos garantizan aumentos de ventas: Marilyn Monroe, Elvis Presley, James Dean.) Quién puede asegurar que sonríe o no bajo la mordaza de lana, sabiéndose muerto e inmortal al mismo tiempo. Para algunos, el talento actoral de James Dean es tan cuestionable como sus habilidades como conductor de automóviles. Tampoco es especialmente alentador el que su libro de cabecera se llamara El Principito. Aun así, esa foto se adelanta a todos los tiempos. Tan ’60. Tan ’70. Tan ’80. Tan ‘90. Tan.
• Las fotos que construyeron el suicidio de Diane Arbus. Y las fotos de Robert Mapplethorpe en las paredes del Espiral Gugghenheim —5ta. Avenida—, mostrando el implacable avance de la enfermedad por un rostro cada vez más transparente, más ajeno a los encuadres y a las fáciles perversiones de este planeta.
• Las fotos que descubren los sueños secretos de un puñado de elegidos. Las fotos que vienen del pasado como montadas en un viento de magnesio.
• Las rancias fotos de muertos antiguos. Un fotógrafo las muestra en un programa de televisión. Rectángulos sepia con los ojos siempre cerrados. La gente sacaba fotos a los muertos, cuenta, para enviarlas al otro lado del océano. Para que todos aquellos que no podían llegar a los funerales vieran el cuerpo casi siempre vestido y sentado, las manos sobre el regazo. Para que creyeran en la muerte de ese muerto que nunca se habría dejado fotografiar así en vida.
• Las fotos del lado malo de Monty Clift.
• La foto del duque y la duquesa de Windsor revelada por Richard Avedon. La tristeza en esos cuatro ojos, la callada desesperación en blanco y negro por no haber sido.
• La foto de Truman Capote riendo, solo, en una mesa al fondo de El Morocco.
Ese Truman Capote que todavía no escribió Desayuno en Tiffany’s. Ese Truman Capote de smocking que no sabe que está siendo fotografiado, la boca abierta y casi desesperada y tal vez no riéndose, después de todo. Tal vez ese Truman Capote ya intuye en el metal de sus muelas que todos los comensales en las otras mesas algún día se van a reír de él. Se van a reír último y mejor. Tal vez Truman Capote esté gritando en la foto.
• Las fotos de ese perverso que les pedía a sus víctimas que saltaran en el momento en que todo se reduce a un click: Marilyn en el aire. Los Beatles en el aire. Oppenheimer en el aire. Richard Nixon cayendo.
• Las fotos del futuro inmediato que capturaba una cámara en un episodio antológico de Dimensión Desconocida.
• Las fotos de la gente que odia que le saquen fotos: rostros sufridos, cuerpos movidos como queriendo escapar de cuadro, salir de ahí antes de que sea tarde.
• La foto de J. D. Salinger. Retrato con escritor acorralado. J. D. Salinger perseguido y capturado. El puño en alto y la mirada de quien ya no quiere ver más fotos de J. D. Salinger y que —por odio a las fotos— llega a prohibirlas, mediante cláusula incuestionable, en las contratapas de sus libros en cualquier idioma, en cualquier país del mundo.
• Las fotos del planeta Tierra conteniendo la posibilidad de tantos millones de
fotos.
Más de siglo y medio de almas robadas.
Una detrás de otra.
Demasiadas fotos.
En una historia que todavía nadie escribió —una historia verdadera, una verdadera historia, una historia digna de ser revelada— alguien debería contar el episodio sobre aquel aborigen persiguiendo a su fotógrafo a lo largo y ancho de cinco continentes y siete mares. El fotógrafo era un fotógrafo famoso y pertenecía al staff de una de esas revistas estilo National Geographic. El fotógrafo viajaba mucho. Viajaba en avión, en tren, en barco, en auto, y sacaba muchas fotos.
Sacar —ya lo dijo Forma— es el verbo.
El aborigen desalmado tardó algunos años en alcanzarlo para que le devolviera lo suyo. Pero una perfecta mañana de azules brillantes el aborigen le cortó la garganta al fotógrafo famoso en su estudio del SoHo. Buscó entonces entre los negativos, encontró su foto, la quemó en el piso, aspiró el humo de celuloide hasta llenarse los pulmones con su alma —de nuevo en el lugar justo, el lugar de donde nunca debería haber salido— y volvió con su alma aullando de felicidad, a su tierra, a su tribu. Pueden pensar lo que quieran pero, para Forma —de acuerdo, Forma es de esas personas que odian que les saquen o les arranquen fotos, Forma es de esos que se paran frente a una cámara como si se tratara de un pelotón de fusilamiento—, para Forma, esta historia es dueña del mejor de los finales felices.

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